Hasta mis seis años ocupé en familia una casa dotada de patio, múltiples habitaciones, dos entradas, San Alejo y espacio suficiente para cohabitar con patos, tortugas, caninos, felinos y demás representantes de los reinos animal y vegetal. El inmueble persiste desfigurado, en una esquina del entonces llamado barrio Sears, hoy degradado a Galerías, y alberga una oficina y locales. Entre estos un asadero cuya presencia profana con su olor a manteca aquella cochera donde otrora mi mamá estacionaba el Polara y mi abuelito el campero.
Como muchos, nos mudamos en 1982 a un apartamento “más al norte” y “más moderno”, según dictaminaban los standards habitacionales de entonces. Desde aquellos tiempos vivo en edificios. Confieso que, pese a tantos años, jamás conseguí adaptarme a dicha modalidad de urbanismo y que por lo mismo nunca he dejado de pensar que esto de poblar el mundo hacia arriba, a la manera babélica, es antinatural. Lo digo porque, además de invadir el paisaje inconvenientemente, las llamadas ‘propiedades horizontales’ contradicen muchos de los paradigmas de lo que uno entendería por confort.
Más allá de su elegancia o precio, todo edificio tendrá siempre cierta vocación implícita de inquilinato. Los edificios son, hasta donde entiendo, más vulnerables a los rigores de un sismo y dejan a quienes los ocupan a expensas de aquellos aromas, sonidos, chismorreos y demás incomodidades de uso compartido que a diario van y vienen por ‘zonas comunes’. Además, todo apartamento propicia roces entre humanos, provocados por el hacinamiento y la ausencia de espacio vital mínimo para no irritarse. Ser dueño de un bien inmueble sin tierra y cuyo metraje se mide sobre el aire, resulta un tanto frustrante y constituye un concepto de tenencia más bien simbólico.
Residir en uno nos obliga a la convivencia con otros seres a quienes en muchos casos ni el nombre les sabemos y a soportar estoicos la amalgama de posibles disgustos y atropellos que con regularidad se afrontan del penthouse a la portería. ¿Quién no ha tenido que tolerar la desdicha de una alarma encendida a perpetuidad, sin que el dueño irresponsable del vehículo involucrado aparezca en todo el sábado? ¿Quién no ha soñado alguna vez con sectorizar la ciudad por gustos musicales para así privarse del reguetón del prójimo, o con financiarle cursos de apreciación musical al inquilino del 309? ¿En cuántas oportunidades, envueltos en náuseas y arcadas por el olor a cigarrillo, no habremos soñado con que en lugar de tabaquistas nuestros vecinos de al lado prefirieran los cannabinoides, esos sí aromáticos? ¿Y qué decir de aquellos vecinos que, impunes, se trepan al ascensor sin saludar? ¿No resulta insufrible soportar a las amigas de la universitaria de dos pisos arriba cantando en karaoke a los gritos “mío… mío… mío… ese hombre es mío” un miércoles a las 2:00 a.m? ¿Qué anarquista convencido como yo no hallará fastidioso andar solicitándole permiso a la administración hasta para el más simple movimiento?
Termino con descargos previos: ocasionalmente hay administradores tolerantes, vigilantes amigables, personal de aseo gentil y maternal e incluso vecinos amigables y vecinas agraciadas. Es mi caso en donde vivo, por ejemplo, y me declaro agradecido. Cosas que compensan, pero que aún no han podido dar al traste con mi sueño secreto y algo materialista de algún día ser otra vez el satisfecho ocupante de una casa, como la de mis abuelos.
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