Sin respiro. Cada 8 horas perece ahogada una persona en España desde que arrancó julio. La mitad de las muertes ocurre en playas y el 94%, en espacios acuáticos sin vigilancia. «A nadie parece importarle», lamenta la Federación de Salvamento
Un hombre ebrio chapotea en la piscina tras una opípara comida sin soltar el cubata. Unos padres confían el cuidado de su hijo pequeño a la capacidad de flotación de unos manguitos de una tienda de chinos. Una pareja intenta rescatar a un perro en una balsa de riego. Una mujer tumbada sobre una colchoneta se aleja de la orilla en un pantano. Unos adolescentes saltan al río desde un puente para fardar ante unas chicas. Una señora mayor se adentra en el mar picado, dejando a sus espaldas la bandera roja, porque en sus años mozos era una avezada nadadora… Una a una, en estas o similares situaciones, 283 personas han muerto ahogadas en lo que va de año en España, 73 en lo que llevamos de julio, contando al pequeño que falleció el martes en una granja-escuela en Asturias, el joven bilbaíno que practicaba pesca deportiva en Cantabria o el anciano hallado ayer muerto en la playa de Somo, en la misma costa. La cifra es un 10% mayor que en 2016 y un 30% superior a 2015. Hasta ayer. Hoy ya serán tres más. Porque este verano ocurre una de esas tragedias cada ocho horas.
La imprudencia, el despiste o la inconsciencia sobre el riesgo que representa el medio acuático están detrás de estos accidentes. Y también cierto vacío legal. Solo un tercio de las playas españolas tiene vigilancia pero, incluso en aquellas controladas por técnicos de salvamento, estos carecen de autoridad para impedir las conductas temerarias. «En otros países, cuando se pone la bandera roja y el socorrista da dos pitidos, todo el mundo sale del agua», asegura Jessica Pino, responsable del Informe Nacional de Ahogamientos, que elabora con datos recogidos de los medios de comunicación la Real Federación Española de Salvamento y Socorrismo (RFESS). «Aquí te dicen: ‘Tú no me vas a amargar el fin de semana’. Y siguen bañándose», agrega.
Cada mes de julio, el Ministerio de Sanidad ofrece los números de ahogamientos por inmersión… con dos años de retraso. «A nadie parece importarle», lamenta Pino. Esta arquitecta, árbitro internacional de esta disciplina deportiva y exsocorrista profesional, no se explica que estos accidentes, que causan cada año más de 400 muertes -al menos 437 en 2016-, no obtengan ni una décima parte de la atención ni los recursos públicos que los siniestros de tráfico, que el año pasado se cobraron la vida de 1.100 personas. «Y pasamos mucho más tiempo en el coche que en el agua», recuerda Pino, para demostrar que es más probable morir ahogado que en la carretera. «La prevención es la única manera de reducir los ahogamientos, pero las administraciones tienen que tomar partido», reclama.
Los mayores se arriesgan
Contra lo que suele pensarse, los niños y jóvenes no son los más propensos a este tipo de muerte. Según los datos del Ministerio de Sanidad, solo uno de cada diez fallecidos por ahogamiento en 2015 tenía menos de 20 años. Los mayores de 65 representaban el 43%.
Los especialistas creen que los niños deberían recibir formación en los colegios desde pequeños. Tendrían que aprender a nadar y conocer tanto los consejos de prevención como las técnicas de salvamento. «La reanimación cardiopulmonar tendría que enseñarse en las escuelas. Los niños aprenden rápido y bien, y tienen toda la vida por delante para ser reanimadores en potencia», enfatiza la doctora Marta Martínez del Valle, coordinadora del grupo de Urgencias y Emergencias de la Sociedad Española de Medicina General y de Familia. «Formando a los chavales se llega a un porcentaje muy alto de población, porque cuando vuelven a casa se lo explican a sus padres y a sus abuelos», corrobora Ana Domínguez, responsable de la campaña Stop Ahogados de la RFESS, que imparte cursos y talleres y distribuye folletos en quince idiomas. Su próximo reto es una campaña específica para mayores.
Actualmente, la formación en estas materias depende de programas puntuales de los servicios de emergencias autonómicos y de los cuerpos y fuerzas de seguridad, o de iniciativas de instituciones privadas, como la Federación de Salvamento, la Cruz Roja, Protección Civil o la Sociedad Española de Reanimación Cardiopulmonar. Bebés a partir de seis meses pueden aprender a no asustarse cuando caen al agua, a relajarse boca arriba y a buscar la orilla hasta que alguien les socorra.
Pero la educación no es la única vía. Muchos expertos están de acuerdo en que hay un vacío legal en torno a la seguridad en las playas. En su artículo 115, la Ley de Costas establece que los ayuntamientos tienen las competencias para «vigilar la observancia de las normas e instrucciones dictadas por la Administración del Estado sobre salvamento y seguridad de las vidas humanas». Aunque, eso sí, en los términos previstos por las respectivas normas autonómicas. «Hay demasiada legislación y muy dispersa, y el muerto les cae a los municipios», lamenta el abogado Antonio Reina. «Nosotros reivindicamos desde hace tiempo una ley estatal», afirma la representante de la RFESS.
El letrado critica que la decisión de contratar o no socorristas y su número dependa de la voluntad y la capacidad económica de los gobiernos locales, a menudo acuciados por las deudas. En España, solo una tercera parte de los arenales está vigilada y el 94% de las muertes se producen en espacios no controlados, según el Informe Nacional de Ahogamientos. En las piscinas, las situaciones varían. Mientras las municipales siempre cuentan con vigilante, en las comunitarias y las privadas depende del criterio del propietario. La formación de estos técnicos también es muy heterogénea. Algunos cursos ‘on line’ otorgan un título sin necesidad de pisar la playa.
Allí donde sí hay socorristas, estos no tienen autoridad para impedir que un bañista se meta en el agua cuando hay mala mar. Cada vez más municipios aprueban ordenanzas que castigan las conductas temerarias. En las playas de Lorca (Murcia), por ejemplo, bañarse con bandera roja puede costar 1.500 euros y, además, los socorristas no están obligados a rescatar a los infractores. Sin embargo, las multas son escasas. El último fin de semana, la mayor parte de las playas de Tarragona lucieron la enseña colorada por la presencia de fuertes corrientes. Cientos de personas se bañaban tranquilamente, pero la Guardia Urbana solo tramitó dos sanciones, según reflejó la prensa local. Comunidades como País Vasco, Cataluña y Galicia ya han regulado cobrar los rescates cuando hayan sido originados por imprudencias.
El peligro de los manguitos
¿Respeta la gente las señales y a los socorristas? «Los adolescentes, que son los que más problemas causan, se ríen de ti», afirma Pino. «Hay de todo: personas que atienden las recomendaciones a la primera y otras a las que hay que perseguir una y otra vez todos los días», asegura Carlos Porro, quince años de experiencia como técnico de salvamento en piscinas de Madrid. Ha visto de todo en conductas temerarias, desde individuos que se lanzan al agua tras pasar el día bebiendo alcohol -«una vez tuve que rescatar a uno que se bañaba con la litrona en la mano»-, hasta chavales que juegan a correr y a empujarse, saltar de espaldas o zambullirse encima de sus amigos o de una colchoneta.
Los hinchables dan para un capítulo aparte. Los manguitos y los flotadores infantiles -a menudo baratos o en mal estado- son peligrosos porque dan a los padres una falsa sensación de confianza. Además, pueden hacer volcar a los pequeños y mantener su cabeza sumergida. Mucho más seguro es que los críos aprendan a nadar, se bañen donde hacen pie o vistan un chaleco salvavidas homologado. «En algunas comunidades de vecinos, los socorristas son canguros de los niños a la hora de la siesta», lamenta Porro.
La información al público también resulta decisiva. En otros países, recuerda la responsable del Informe Nacional de Ahogamientos, hay carteles que alertan sobre la existencia de corrientes peligrosas en playas, pantanos, lagos y ríos.
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