Solo el 34% de los franceses residen en bloques de viviendas, mientras que nuestra proporción es casi el doble: el éxodo rural masivo de mediados del siglo pasado resultó determinante en la configuración de nuestros hogares
Dicen los más optimistas que el confinamiento nos ha permitido conocernos mejor a nosotros mismos. Eso está por ver, pero lo que parece claro es que, gracias al encierro forzoso, hemos llegado a conocer hasta el mínimo detalle de nuestros domicilios, que se han convertido en fortalezas frente a la pandemia pero también han adquirido cierta condición de jaulas. Y mientras paseábamos de pared a pared, mientras teletrabajábamos con vistas a la colada del vecino y soñábamos con espacios abiertos, también hemos aprendido mucho sobre las viviendas de los demás: veíamos vídeos de cómo estaban pasando la cuarentena en distintos países y comprobábamos la abundancia de jardines y patios, esos espacios ideales para hacer ejercicio o desfogar a los niños, que también solían aparecer como bonito fondo verde y luminoso en los testimonios de los españoles más ricos. La pandemia nos ha vuelto más conscientes de una singularidad de nuestra manera de vivir: España es una nación de pisos, que dominan de manera aplastante nuestro parque de viviendas.
De hecho, durante años hemos sido el país con mayor proporción de pisos de toda Europa, aunque en la estadística más reciente del Eurostat nos ha adelantado por poquito nuestro compañero tradicional en cabeza de esa tabla, que no es otro que la báltica y exsoviética Letonia. El 66% de los letones y casi el 65% de los españoles residen en pisos. En el tercer puesto de la lista aparece Suiza, con un 62%, mientras que la media europea ronda el 46%. Hay muchos países donde la inmensa mayoría de la población vive en casas unifamiliares: en Irlanda, por ejemplo, solo tiene su hogar en un piso el 8% de la población. En el Reino Unido (que cuenta con 20 millones más de habitantes que España y la mitad de superficie), la proporción se sitúa en torno al 14%, y lugares como Holanda, Bélgica, Croacia o Noruega tampoco llegan al 25%.
¿Por qué vivimos así? ¿Qué nos ha llevado a ser un país de comunidades de vecinos, con un perfil más cercano al de las repúblicas bálticas que a la vecina Francia, donde la proporción de residentes en pisos es del 34%, o incluso a Portugal, que registra un 45%? «Podríamos hablar de varios factores. En primer lugar, el aprovechamiento del suelo y de recursos. La construcción en España se ha inclinado tradicionalmente hacia la edificación en altura. Esto lleva a que haya menos oferta de unifamiliares, lo que hace que sean más caros. Este sería el segundo factor: se trata de un producto residencial que exige un mayor esfuerzo económico. Por último, está la variable de la densidad de la población. Los ciudadanos tienden a concentrarse en las ciudades, por lo que el crecimiento constructivo en horizontal no resultaría ni lógico ni rentable», resume Ferran Font, director de Estudios del portal inmobiliario Pisos.com.
Según los historiadores del urbanismo, esta peculiaridad echa raíces en el éxodo rural de los años 50 y 60. España se caracteriza por un desarrollo industrial tardío y brusco, que dio lugar a una emigración masiva del campo a las ciudades: a principios del siglo XX, la población urbana suponía el 32% del total, mientras que en 1960 se había elevado ya al 57% y en 1980 superaba el 70%, un porcentaje particularmente elevado. Millones de personas abandonaron sus casas del pueblo, unifamiliares, y buscaron cobijo en las ciudades. El franquismo apostó por alojar a esa cantidad ingente de mano de obra en bloques de pisos, de construcción más rápida y barata: cuesta menos encajonar a treinta familias en un solo edificio en altura que distribuirlas en treinta chalés. Aquel fue un periodo de «estrategias inmobiliarias de minimización de costes de urbanización y edificación, de presión por maximizar el aprovechamiento lucrativo del espacio disponible y de abusos especulativos», según ha descrito un estudio. Las viviendas unifamiliares cada vez pesaban menos en el conjunto nacional: durante los 70 pasaron de suponer el 57% del total a quedarse en el 36%, mientras se levantaban barrios verticales como el bilbaíno de Otxarkoaga o el barcelonés, hoy ya municipio, de Badia del Vallès. Para la mayoría de los españoles, lo del chalé quedó como un sueño aspiracional, el signo definitivo de estatus.
Pocos coches
Los sociólogos destacan un par de factores más. Uno tiene que ver con la movilidad: aquellos españoles de clase obrera no solían tener coche, de manera que resultaba más práctico apiñarlos cerca de los centros de producción. Desde luego, el parque automovilístico de aquellos tiempos no tenía nada que ver con los 24 millones de turismos de hoy: en 1960 eran solo 290.000; en 1970, 2,3 millones. Otro rasgo, menos tangible, sería el carácter español, si es que eso existe realmente: frente al individualismo de los ciudadanos de otros países, que dan mucha importancia a la posibilidad de llevar una vida reservada, se supone que nosotros somos más sociables, apreciamos el roce y el bullicio del barrio y nos importa menos compartir colmena con otras familias.
Al menos, hasta ahora, cuando algunos hemos empezado a sentirnos en nuestras casas como toros enchiquerados. «La cuarentena y las restricciones de movilidad han hecho que repensemos cómo queremos vivir. Nos han confrontado con un espacio doméstico que dista de cumplir las exigencias de ese hogar que anhelamos, puesto que hemos tenido tiempo de ver sus carencias», apunta el experto de Pisos.com, donde han constatado el interés creciente por las viviendas unifamiliares: los contactos para alquilar casas y chalés han aumentado un 64% en 2020, según sus registros. Pero parece muy improbable que eso pueda suponer un cambio de tendencia en nuestra manera de vivir, con unas ciudades configuradas a partir de inmuebles en altura: además, ese modelo compacto se considera hoy preferible desde un punto de vista ecológico por su menor consumo de suelo, agua y energía y por propiciar el uso del transporte público.
«Tal vez esta tendencia se note muy ligeramente, pero no de manera significativa –descarta Fernando Moliní, profesor de Geografía Humana de la Universidad Autónoma de Madrid–. Por una parte, los plazos de los desarrollos urbanísticos superan por muchísimo a la duración de la pandemia. Por otro lado, la crisis económica tendrá un efecto más alto en no adquirir viviendas unifamiliares, que son mucho más caras. Y lo más importante: hay un consenso bastante mayoritario entre los urbanistas de que las viviendas unifamiliares tienen un coste medioambiental mucho más alto. Aunque la demanda de viviendas unifamiliares se pueda incrementar por la pandemia y el teletrabajo, en mi opinión va a influir muy poco en las políticas urbanísticas».
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