Uno de los peores inventos, a mi juicio, de la sociedad en que vivimos es la regulación de las comunidades de propietarios. Como ya casi nadie puede vivir en una vivienda aislada con piscina -salvo que seas diputado con pareja de igual sueldo- nos vemos obligados a apiñarnos en plan gallinero donde ya se sabe lo que hace la de más arriba sobre la de más abajo. Los motivos entonces de conflicto son interminables. Un ilustre jurista catalán se pasó toda su vida escribiendo libros extraordinariamente útiles donde glosaba cada una de las disposiciones legales sobre la materia y que constituían un auténtico vademécum de una casuística incomprensible para el que no estuviese dotado de gran imaginación. La fórmula es relativamente nueva, muy posterior a la arquitectura vertical que comenzó promovida por un solo propietario que se reservaba para sí el piso que se llamaba principal, algún otro para el servicio y alquilaba el resto a audaces alpinistas porque don Elisha, fundador de la Otis Elevator Company vino bastante después. Cuando no sólo se puso de moda el ascensor sino que pasó a considerarse algo esencial ya que el infarto de los ocupantes de los pisos superiores se transformaba en una de las causas principales de fallecimiento de la población, los edificios de aquellos propietarios que se resistieron a colocarlo o donde simplemente no cabía cayeron en una profunda depresión y se transformaron en auténticos guetos dentro de las ciudades. El ascensor sigue siendo una de las razones de conflictividad entre los vecinos. Los dueños de la planta baja, incluso los que tienen buenas piernas o espíritu de sacrificio de la primera y la segunda cuestionan que deban contribuir a los gastos del aparato, gastos que son importantes en comparación con el total de una casa sin portero. Piensan que Harlem está muy lejos y que ellos no tienen nada que ver con la experiencia ajena.
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